Hace pocos días tuvimos la inmensa alegría de recibir el que ha sido sin ninguna duda el
mejor regalo de Navidad este año para toda la familia: el nacimiento de nuestro hijo
Nacho. Nacho es nuestro sexto hijo, aunque dos de sus hermanos mayores supieron
alcanzar la meta antes que los demás y ya están en el cielo; por ello, ahora somos seis
en casa. La llegada de un nuevo hermano, de un nuevo hijo, a un hogar siempre es
motivo de felicidad y alegría; resulta maravilloso ver como sus hermanos y hermanas
contemplan a su pequeño hermanito, lo admiran con los ojos muy abiertos y cuando lo
acarician parece como si palparan con sus dedos algo mágico, algo eterno, algo que
trasciende la propia realidad; es como si estuvieran accediendo a un mundo que algunos
adultos tenemos vetado, porque teniendo ojos no vemos.
Pero es aún más admirable ver como la madre mira ensimismada a su pequeño hijo, al
que después de nueve meses de gestación lo sigue sintiendo como parte de ella. Me
maravilla ver como mi mujer es capaz de quedarse durante largo rato abstraída de todo
lo demás contemplando literalmente a nuestro hijo; y os puedo asegurar que en una
casa con familia numerosa “todo lo demás” es bastante ruidoso.
Por el contrario, el padre se preocupa por muchas cosas. Los papás nos pasamos el día
preocupados por la logística: el carrito del bebé, la cuna, los pañales, los biberones, que
los hermanos no le molesten cuando coge el sueño, y un largo etcétera de asuntos que
rodean el nacimiento y los primeros días de vida de un nuevo hijo. Y así, nos podemos
pasar horas y casi días sin percatarnos del inmenso milagro que acaba de ocurrir a
nuestro lado; con muy buena intención y casi sin darnos cuenta nos afanamos en
muchas cosas, sin advertir que solo una es necesaria.
Toda esta reflexión me sirve como punto de partida para que podamos pensar acerca
de un aspecto al que últimamente le dedico algo de tiempo, y que creo que tiene unas
importantes consecuencias en cómo abordamos la difícil tarea de educar a nuestros
hijos (o a nuestros alumnos salvando las distancias). Se trata de la diferencia que existe
entre lo que podemos llamar lo esencial y lo circunstancial.
Lo esencial y lo circunstancial
Obviamente no trato al hablar de estos términos de emplearlos en su sentido
estrictamente metafísico; asimismo, soy consciente de que advertir esta diferenciación
entre lo que podemos denominar esencial y lo que podemos denominar circunstancial
(o accidental si se prefiere pero opto por usar el término circunstancial en este caso
porque creo que es más ilustrativo con respecto al uso que le quiero dar) no supone ni
mucho menos ninguna novedad.
Realmente lo que pretendo es usar estos conceptos para arrojar algo de luz sobre un
aspecto que como he dicho antes es importante a la hora de afrontar la educación de
nuestros hijos. Por ello, más que como conceptos filosóficos los usaremos como conceptos vitales, que todos podemos entender, y que atañen a nuestra propia
existencia y a nuestra realidad cotidiana.
He empezado hablando del nacimiento de mi hijo Nacho porque me parecía un buen
punto de partida y un ejemplo muy clarificador de cómo a veces los padres podemos
ocuparnos de lo circunstancial y perdernos así lo esencial. En el caso de la llegada de un
nuevo pequeño a un hogar esta diferenciación se vuelve más visible si cabe, ya que en
este caso lo circunstancial es físicamente, materialmente si se quiere, mucho más
grande que lo esencial. Lo circunstancial es lo que circunda, lo que rodea; y en el caso
de los bebés es muy gráfico ver como lo que rodea al bebé es mucho más aparatoso,
grande, numeroso que el bebé mismo. Por ello es fácil, sobre todo para los papás,
enredarnos en todos esos aspectos circunstanciales; y limitar nuestra paternidad a
cuidar de que las circunstancias que rodean a nuestro bebé sean las idóneas. Algo por
otro lado muy admirable y encomiable, pero que puede hacer que nuestra atención se
distraiga tanto que termine perdiendo de vista lo esencial: que hemos sido partícipes de
la fuerza creadora de Dios y hemos traído al mundo, a la eternidad, un nuevo ser que
está llamado a ser feliz para siempre.
Como he dicho al principio esto no pasa con las mamás, ni con los hermanos pequeños.
Las madres son conscientes del milagro que ha ocurrido porque su maternidad no deja
de ser un regalo divino que les permite rozar la eternidad con la punta de sus dedos; y
eso es algo que veo más claramente en mi mujer cada vez que trae al mundo a un nuevo
hijo. En el caso de los hermanos pequeños, éstos aún no han sido contaminados del todo
por la cultura que nos rodea hoy en día. Nuestra sociedad actual nos impele a rodearnos
de muchas cosas, nos quiere crear necesidades, cada vez más. Se centra en lo
circunstancial, no en lo esencial; básicamente porque lo circunstancial se compra y se
vende, lo esencial no.
Medios y fines
Ahora bien, ¿cómo trasladamos estos conceptos al ámbito educativo? Creo que es fácil
y que todos vamos ya atisbando cómo nos puede ayudar distinguir lo esencial de lo
circunstancial a la hora de educar a nuestros hijos. Lo esencial a la hora de educar a
nuestros hijos es hacer de ellos personas capaces de amar, porque amando crecerán
como personas, y creciendo como personas serán felices. Sólo el amor les puede abrir
la puerta de la felicidad, en este mundo y en el eterno. Pero lograr esta meta no es tarea
fácil, debemos acudir a medios que nos ayuden a alcanzar tal fin. Estos medios serían la
parte circunstancial, lo que rodea a lo esencial que es su crecimiento en el ser personal,
a través del amor.
Sin embargo, como en el caso del bebé recién llegado a un hogar, los padres (y aquí sí
incluyo también a las mamás) corremos el riesgo de quedarnos en lo circunstancial y
perder de nuevo de vista lo esencial. Sin darnos cuenta, y con buena intención, nos
centramos en los medios y los confundimos con fines. Queriendo hacer de nuestros hijos
las mejores personas que están llamadas a ser vamos poniendo a su alcance los medios
para lograrlo. Nos esforzamos en asistir, en muchos casos, a cursos de orientación
familiar que nos ayuden a buscar los medios idóneos para su educación; o acudimos a
literatura pedagógica que nos aconseje y oriente en esta labor. Todo esto, como en el
caso del bebé lo era el cuidar de todo lo que le rodea, está muy bien y es muy loable que
lo hagamos; pero no puede dejar que perdamos de vista lo esencial, el fin de la
educación de nuestros hijos.
Si nos quedamos en que nuestros hijos sean muy ordenados (como nos han enseñado
en alguna charla de orientación familiar) sin hacerles ver que el orden es un medio para
poder luego amar más y mejor a los demás; si nos quedamos en que nuestros hijos
saquen muy buenas calificaciones académicas para poder conseguir un buen puesto de
trabajo, sin hacerles ver que tienen que dar lo mejor de sí mismos para entregarse a los
demás por amor; si nos quedamos en lo circunstancial, en los medios; y perdemos de
vista lo esencial, no alcanzaremos plenamente el fin.
Simplifica y vencerás
Así pues, nos toca cuidar lo circunstancial, pero sin perder nunca de vista lo esencial.
Tenemos que buscar los medios, pero que éstos no nos oculten el fin. Centrarnos en lo
fundamental, porque solo una cosa es necesaria. Si, por el contrario, ponemos el peso
excesivamente en los medios nos arriesgamos a perder de vista lo esencial, nos
arriesgamos a buscar que nuestros hijos sean los más ordenados, los más educados, los
que sacan las mejores notas; y así sin darnos cuenta les transmitimos que lo importante
son los medios y no el fin. Ponemos el foco en ellos mismos, en vez de en hacerles ver
que lo importante es que amen a los demás.
Así pues, tenemos que simplificar nuestra labor educativa, centrarnos en lo esencial:
ayudar a amar a nuestros hijos, capacitarlos en el amor. “Ama y haz lo que quieras”,
decía San Agustín: ¡esto sí es tener claro lo esencial! Simplificar no significa olvidar los
medios, sino no centrarnos únicamente en ellos. Hacer esto último además de hacerles
un flaco favor a nuestros hijos puede llegar a resultar frustrante para muchos padres
que en ocasiones quieren abarcarlo todo y pueden incluso juzgarse a sí mismos como
malos padres porque sus hijos no demuestran lo que otros en lo circunstancial. Pueden
olvidarse de que lo importante, lo esencial, no es que sus hijos saquen tan buenas notas
como los de sus vecinos o amigos, sino que lo esencial es que sus hijos aprendan a amar.
Simplificar significa centrarnos en hacer de nuestra familia el lugar idóneo para que
brote el amor, y eso se logra amando, mucho y bien. No debemos obsesionarnos en que
nuestra casa sea la más ordenada, la más aseada, la más adecuada para que nuestros
hijos puedan estudiar y rendir mucho en la escuela; no se trata de ganar una
competición de familias que educan bien. Simplificar significa hacer de nuestra casa una
escuela de amor, usando los medios que creamos oportunos pero siempre con y por
amor. Simplificar, por último, significa darnos cuenta de que la mejor manera de enseñar
a amar a nuestros hijos es amar cada día más y mejor a nuestra mujer o a nuestro
marido; sólo y eso basta, y saberlo, y sobre todo ponerlo en práctica todos los días, es
lo que puede convertir nuestro hogar en ese hogar luminoso y alegre donde lo esencial
pueda crecer, esté rodeado de lo que esté rodeado.