“Los minutos y los segundos son mercadería de la ciudad donde un infeliz se afana por
no perder siquiera un segundo y no advierte que obrando de ese modo pierde una vida.”
Este pasaje de Giovanni Guareschi, autor de don Camilo, siempre me ha resultado muy
inspirador. En ocasiones me da la impresión de que nos afanamos por llenar nuestro
tiempo de reuniones, cursos, seminarios, y un largo etcétera de actividades variadas que
nos hacen vivir siempre corriendo detrás del reloj, para no perder ni un segundo y
aprovechar así el tiempo. El mundo que nos rodea es cada vez más competitivo y nos
hace creer que el que se para, se queda atrás. Pero, ¿realmente estamos aprovechando
así el tiempo?, ¿no será cierto que obrando de ese modo perdemos una vida?
Aprovechar el tiempo
A menudo reflexiono acerca de qué significa aprovechar el tiempo. Inmersos como
estamos en un mundo consumista y material el resultado de la ecuación parece claro:
aprovechar el tiempo significa invertirlo en aquello que nos sirva para generar de forma
directa o indirecta bienes que podamos almacenar o directamente consumir.
Aprovechamos el tiempo, desde este punto de vista, cuando lo empleamos en
formarnos para lograr mejores puestos de trabajo con los que ganar más dinero; o bien,
directamente cuando lo usamos para ganar dinero, en negocios, empresas o trabajos.
Tratamos de conseguir dinero para poder ofrecer a nuestra familia “lo mejor”.
Así, el tiempo bien aprovechado es aquél que intercambio por bienes o por dinero, o
por facultades que me permitan conseguir más bienes o dinero. Esto no quiere decir
que adopte una postura egoísta, porque como decía antes lo hago para poder dejar a
mi familia todo aquello que les pueda hacer más llevadera la vida, y, a su vez, todo
aquello que les permita en un futuro adquirir más bienes y dinero.
Pero este planteamiento tiene un problema: el dinero y los bienes materiales son
limitados, los que consiga yo no podrán conseguirlos otros y los que son conseguidos
por los demás no están disponibles para mí, a no ser que dejen de estarlos para ellos.
Consecuentemente, el entorno se vuelve competitivo; si para lograr lo que quiero tengo
que “arrebatárselo” a los demás tengo que estar más preparado que ellos. Esto explica
la obsesión por formarse, por amasar conocimientos y habilidades que nos sirvan para
hacernos más eficaces, para convertirnos en generadores de bienes materiales. Por ello,
el tiempo “bien aprovechado” solo será aquél que me oriente a este fin.
Lógicamente, esta manera de pensar conlleva entender la educación de nuestros hijos
desde un punto de vista totalmente pragmático: educar es hacerles capaces de competir
en un entorno agresivo donde tienen que luchar para conseguir cada vez más bienes
materiales. Llenamos sus agendas y sus días de actividades extraescolares para
prepararlos cada vez más para este fin, ya desde pequeños comparamos su rendimiento
con el de sus amigos o parientes, conocedores de que el día de mañana tendrán que
competir contra ellos para obtener unos bienes limitados. Así, basamos la eficacia de la
educación en el “para” y no en el “por”; educamos para algo, para conseguir fines
materiales, y de esta forma confundimos educación con capacitación.
¿Y las nuevas tecnologías que tienen que ver con todo esto?
Las nuevas tecnologías se han convertido en las grandes aliadas para conseguir que
nuestros hijos se conviertan en pequeños grandes ejecutivos en potencia. Con su
capacidad multitarea nos parece que nos hacen multiplicar nuestro tiempo. Estando
siempre conectados tenemos más capacidad de acción, nos comunicamos antes y por
ello ganamos tiempo.
Además, se nos venden como herramientas utilísimas para acceder a cualquier tipo de
información necesaria y como elemento fundamental de capacitación. Rodeamos a
nuestros hijos de dispositivos electrónicos porque damos por hecho que el dominio y el
uso de los mismos los hace más capaces y que si no se inundan de pantallas se quedarán
atrás en el progreso tecnológico. No podemos perder ni un segundo, y las nuevas
tecnologías nos ayudan a organizar nuestras agendas y a tenerlo todo a mano siempre
en el momento en que lo necesitamos. Y es que, puestos a ser pragmáticos, no hay nada
más práctico, nada más útil (en el sentido estricto del término) que un dispositivo
tecnológico. Las nuevas tecnologías se han convertido en el adalid de este nuevo
movimiento educativo, donde la capacitación y la practicidad se han convertido en
absolutos.
Hemos, sin darnos cuenta en algunos casos, llenado nuestros hogares de dispositivos y
de tecnologías; y facilitado el acceso a las mismas a nuestros hijos y con ello, y unido al
stress que les transmitimos por capacitarse para ser unos “triunfadores”, hemos
acelerado nuestro tiempo familiar. Convencidos de que lo importante es hacer muchas
cosas, cuántas más mejor, para acumular conocimientos y capacidades que nos
permitan el día de mañana acumular bienes materiales y dinero. Nos hemos empeñado
en que el sentido de nuestra existencia es acumular tesoros en la tierra; y, por ende, el
de la educación hacer de nuestros hijos los mejores buscadores de tesoros,
capacitándoles de la mejor manera para ello. Pero como los tesoros terrenales son
limitados el tiempo es muy importante, cuanto antes lleguemos antes y más
conseguiremos. Y para correr más nada como las nuevas tecnologías, que nos ayudan a
hacer más cosas y más rápidamente, ¿pero de verdad vamos por buen camino?, ¿o más
bien afanados por no perder ni un segundo perdemos una vida?
Educar a cámara lenta
Creo que partimos de un grave error de concepto. Basamos nuestro modelo educativo
en una concepción antropológica errónea de la persona y confundimos los fines. Este
artículo no pretende ofrecer un estudio antropológico completo de la persona (algo que
excede con creces las pretensiones del mismo) pero sí podemos esbozar algunas
pinceladas breves para tratar de fundamentar la aportación pedagógica que sí
queremos ofrecer.
Pensar que el sentido de la existencia humana es acumular tesoros en la tierra es reducir
la concepción del ser humano a algo bastante pobre. Es más, estoy casi convencido de
que nadie en su sano juicio afirmaría algo así si le preguntaran por esta cuestión. Sin
embargo, sucede que actuamos como si pensáramos de este modo. La sociedad actual
nos empuja a acumular bienes materiales, a consumir y a lograr los suficientes recursos
para no quedarnos fuera de la sociedad de consumo, o de bienestar como también se
conoce de manera más amable. No nos planteamos por el sentido de la existencia
humana y de la persona, simplemente nos dejamos llevar.
Esto nos hace educar a nuestros hijos en estos parámetros, capacitándolos de la mejor
manera posible para alcanzar dichas metas. Y el uso de las nuevas tecnologías nos
ayudan a ello en gran medida. La inmersión tecnológica a la que hemos sometido a
nuestras familias agiliza, acelera nuestros hogares de tal forma que podamos llegar a
capacitarnos y a capacitar a nuestros hijos para conseguir lo que pretendemos, o al
menos así lo creemos. Pero esta inmersión tiene un alto coste, un alto precio que
estamos pagando sin saberlo en muchos casos.
La persona humana está compuesta de cuerpo y espíritu; y el crecimiento de la persona
se mide por el uso de sus facultades espirituales, entendimiento y voluntad. El mayor
acto que una persona puede realizar es el que realiza plenamente con su entendimiento
y con su voluntad y no es otro que el amor. Solo amando es como una persona se
desarrolla plenamente, y no acumulando bienes materiales. Solo aprovechamos el
tiempo cuando cada minuto, cada segundo que pasa lo convertimos en una oportunidad
para crecer como persona, haciendo todas y cada una de las cosas que hacemos por
amor y con amor.
Acertadamente decía Kierkegaard que “engañarse con respecto al amor es la pérdida
más espantosa, es una pérdida eterna, para la que no existe compensación ni en el
tiempo ni en la eternidad”. El verdadero sentido de aprovechar el tiempo es realmente
aprovechar cada momento, cada pequeña acción, en un acto que nos permita crecer en
amor, es decir, crecer como personas. Así, el verdadero sentido de la educación es hacer
de nuestros hijos personas capaces de amar; darles las herramientas necesarias para
que si deciden amar (ya que el amor es un acto totalmente libre y decisión propia de
cada persona) lo hagan de la mejor manera posible. Y esas herramientas no son sino las
virtudes. Hábitos buenos de la voluntad que nos ayudan a desposeernos de nosotros
mismos para poder darnos de mejor manera al resto de las personas por amor. Y aquí
las prisas son malas consejeras.
Las virtudes han de cocinarse en familia y a fuego lento. El vertiginoso ritmo de la
sociedad actual no supone el mejor clima para ello, el ecosistema que generan el stress,
la sociedad de consumo y el uso de las nuevas tecnologías en las familias no es el más
adecuado para el florecimiento de las virtudes en nuestros hijos. Podemos afanarnos en
darles a nuestros hijos los mejores recursos, las mejores herramientas, para encontrar
muchos tesoros terrenales; pero solo si sabemos hacerles crecer en virtudes serán
capaces el día de mañana de acumular tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la
herrumbre los corroen.
Tenemos que reducir la velocidad a la que tenemos sometidas a nuestras familias,
probablemente no son necesarios tantos cursos de idiomas para nuestros hijos, ni tanto
dispositivo tecnológico; probablemente, les haga mucho mejor bien pasar más tiempo
hablando en familia, con calma y quietud, compartiendo momentos “a cámara lenta”;
para que poco a poco vayan creciendo en virtudes, capacitándose así para amar, para
crecer como personas.