lunes, 21 de agosto de 2017

Educar a cámara lenta

“Los minutos y los segundos son mercadería de la ciudad donde un infeliz se afana por no perder siquiera un segundo y no advierte que obrando de ese modo pierde una vida.”

Este pasaje de Giovanni Guareschi, autor de don Camilo, siempre me ha resultado muy inspirador. En ocasiones me da la impresión de que nos afanamos por llenar nuestro tiempo de reuniones, cursos, seminarios, y un largo etcétera de actividades variadas que nos hacen vivir siempre corriendo detrás del reloj, para no perder ni un segundo y aprovechar así el tiempo. El mundo que nos rodea es cada vez más competitivo y nos hace creer que el que se para, se queda atrás. Pero, ¿realmente estamos aprovechando así el tiempo?, ¿no será cierto que obrando de ese modo perdemos una vida?

Aprovechar el tiempo

A menudo reflexiono acerca de qué significa aprovechar el tiempo. Inmersos como estamos en un mundo consumista y material el resultado de la ecuación parece claro: aprovechar el tiempo significa invertirlo en aquello que nos sirva para generar de forma directa o indirecta bienes que podamos almacenar o directamente consumir. Aprovechamos el tiempo, desde este punto de vista, cuando lo empleamos en formarnos para lograr mejores puestos de trabajo con los que ganar más dinero; o bien, directamente cuando lo usamos para ganar dinero, en negocios, empresas o trabajos. Tratamos de conseguir dinero para poder ofrecer a nuestra familia “lo mejor”.

Así, el tiempo bien aprovechado es aquél que intercambio por bienes o por dinero, o por facultades que me permitan conseguir más bienes o dinero. Esto no quiere decir que adopte una postura egoísta, porque como decía antes lo hago para poder dejar a mi familia todo aquello que les pueda hacer más llevadera la vida, y, a su vez, todo aquello que les permita en un futuro adquirir más bienes y dinero.

Pero este planteamiento tiene un problema: el dinero y los bienes materiales son limitados, los que consiga yo no podrán conseguirlos otros y los que son conseguidos por los demás no están disponibles para mí, a no ser que dejen de estarlos para ellos. Consecuentemente, el entorno se vuelve competitivo; si para lograr lo que quiero tengo que “arrebatárselo” a los demás tengo que estar más preparado que ellos. Esto explica la obsesión por formarse, por amasar conocimientos y habilidades que nos sirvan para hacernos más eficaces, para convertirnos en generadores de bienes materiales. Por ello, el tiempo “bien aprovechado” solo será aquél que me oriente a este fin.

Lógicamente, esta manera de pensar conlleva entender la educación de nuestros hijos desde un punto de vista totalmente pragmático: educar es hacerles capaces de competir en un entorno agresivo donde tienen que luchar para conseguir cada vez más bienes materiales. Llenamos sus agendas y sus días de actividades extraescolares para prepararlos cada vez más para este fin, ya desde pequeños comparamos su rendimiento con el de sus amigos o parientes, conocedores de que el día de mañana tendrán que competir contra ellos para obtener unos bienes limitados. Así, basamos la eficacia de la
educación en el “para” y no en el “por”; educamos para algo, para conseguir fines materiales, y de esta forma confundimos educación con capacitación.

¿Y las nuevas tecnologías que tienen que ver con todo esto?

Las nuevas tecnologías se han convertido en las grandes aliadas para conseguir que nuestros hijos se conviertan en pequeños grandes ejecutivos en potencia. Con su capacidad multitarea nos parece que nos hacen multiplicar nuestro tiempo. Estando siempre conectados tenemos más capacidad de acción, nos comunicamos antes y por ello ganamos tiempo.

Además, se nos venden como herramientas utilísimas para acceder a cualquier tipo de información necesaria y como elemento fundamental de capacitación. Rodeamos a nuestros hijos de dispositivos electrónicos porque damos por hecho que el dominio y el uso de los mismos los hace más capaces y que si no se inundan de pantallas se quedarán atrás en el progreso tecnológico. No podemos perder ni un segundo, y las nuevas tecnologías nos ayudan a organizar nuestras agendas y a tenerlo todo a mano siempre en el momento en que lo necesitamos. Y es que, puestos a ser pragmáticos, no hay nada más práctico, nada más útil (en el sentido estricto del término) que un dispositivo tecnológico. Las nuevas tecnologías se han convertido en el adalid de este nuevo movimiento educativo, donde la capacitación y la practicidad se han convertido en absolutos.

Hemos, sin darnos cuenta en algunos casos, llenado nuestros hogares de dispositivos y de tecnologías; y facilitado el acceso a las mismas a nuestros hijos y con ello, y unido al stress que les transmitimos por capacitarse para ser unos “triunfadores”, hemos acelerado nuestro tiempo familiar. Convencidos de que lo importante es hacer muchas cosas, cuántas más mejor, para acumular conocimientos y capacidades que nos permitan el día de mañana acumular bienes materiales y dinero. Nos hemos empeñado en que el sentido de nuestra existencia es acumular tesoros en la tierra; y, por ende, el de la educación hacer de nuestros hijos los mejores buscadores de tesoros, capacitándoles de la mejor manera para ello. Pero como los tesoros terrenales son limitados el tiempo es muy importante, cuanto antes lleguemos antes y más conseguiremos. Y para correr más nada como las nuevas tecnologías, que nos ayudan a hacer más cosas y más rápidamente, ¿pero de verdad vamos por buen camino?, ¿o más bien afanados por no perder ni un segundo perdemos una vida?

Educar a cámara lenta

Creo que partimos de un grave error de concepto. Basamos nuestro modelo educativo en una concepción antropológica errónea de la persona y confundimos los fines. Este artículo no pretende ofrecer un estudio antropológico completo de la persona (algo que excede con creces las pretensiones del mismo) pero sí podemos esbozar algunas pinceladas breves para tratar de fundamentar la aportación pedagógica que sí queremos ofrecer.



Pensar que el sentido de la existencia humana es acumular tesoros en la tierra es reducir la concepción del ser humano a algo bastante pobre. Es más, estoy casi convencido de que nadie en su sano juicio afirmaría algo así si le preguntaran por esta cuestión. Sin embargo, sucede que actuamos como si pensáramos de este modo. La sociedad actual nos empuja a acumular bienes materiales, a consumir y a lograr los suficientes recursos para no quedarnos fuera de la sociedad de consumo, o de bienestar como también se conoce de manera más amable. No nos planteamos por el sentido de la existencia humana y de la persona, simplemente nos dejamos llevar.

Esto nos hace educar a nuestros hijos en estos parámetros, capacitándolos de la mejor manera posible para alcanzar dichas metas. Y el uso de las nuevas tecnologías nos ayudan a ello en gran medida. La inmersión tecnológica a la que hemos sometido a nuestras familias agiliza, acelera nuestros hogares de tal forma que podamos llegar a capacitarnos y a capacitar a nuestros hijos para conseguir lo que pretendemos, o al menos así lo creemos. Pero esta inmersión tiene un alto coste, un alto precio que estamos pagando sin saberlo en muchos casos.

La persona humana está compuesta de cuerpo y espíritu; y el crecimiento de la persona se mide por el uso de sus facultades espirituales, entendimiento y voluntad. El mayor acto que una persona puede realizar es el que realiza plenamente con su entendimiento y con su voluntad y no es otro que el amor. Solo amando es como una persona se desarrolla plenamente, y no acumulando bienes materiales. Solo aprovechamos el tiempo cuando cada minuto, cada segundo que pasa lo convertimos en una oportunidad para crecer como persona, haciendo todas y cada una de las cosas que hacemos por amor y con amor.

Acertadamente decía Kierkegaard que “engañarse con respecto al amor es la pérdida más espantosa, es una pérdida eterna, para la que no existe compensación ni en el tiempo ni en la eternidad”. El verdadero sentido de aprovechar el tiempo es realmente aprovechar cada momento, cada pequeña acción, en un acto que nos permita crecer en amor, es decir, crecer como personas. Así, el verdadero sentido de la educación es hacer de nuestros hijos personas capaces de amar; darles las herramientas necesarias para que si deciden amar (ya que el amor es un acto totalmente libre y decisión propia de cada persona) lo hagan de la mejor manera posible. Y esas herramientas no son sino las virtudes. Hábitos buenos de la voluntad que nos ayudan a desposeernos de nosotros mismos para poder darnos de mejor manera al resto de las personas por amor. Y aquí las prisas son malas consejeras.

Las virtudes han de cocinarse en familia y a fuego lento. El vertiginoso ritmo de la sociedad actual no supone el mejor clima para ello, el ecosistema que generan el stress, la sociedad de consumo y el uso de las nuevas tecnologías en las familias no es el más adecuado para el florecimiento de las virtudes en nuestros hijos. Podemos afanarnos en darles a nuestros hijos los mejores recursos, las mejores herramientas, para encontrar muchos tesoros terrenales; pero solo si sabemos hacerles crecer en virtudes serán capaces el día de mañana de acumular tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre los corroen.

Tenemos que reducir la velocidad a la que tenemos sometidas a nuestras familias, probablemente no son necesarios tantos cursos de idiomas para nuestros hijos, ni tanto dispositivo tecnológico; probablemente, les haga mucho mejor bien pasar más tiempo hablando en familia, con calma y quietud, compartiendo momentos “a cámara lenta”; para que poco a poco vayan creciendo en virtudes, capacitándose así para amar, para crecer como personas. 

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